Con mucha ternura podemos compartir, pues, con nuestro
amigo recuerdos y experiencias comunes. Tal vez el haber
pertenecido a una célula comunista o a algún grupúsculo de
izquierda, haber cantado la Internacional o la Bella Ciao,
arrojado piedras a la policía, puesto letreros en los muros
contra el gobierno, repartido hojas y volantes o haber
gritado en coro, con otra multitud de idiotas en ciernes, «el
pueblo unido jamás será vencido». Los veinte años son nuestra
edad de la inocencia.
Lo más probable es que en medio de este sarampión, común a
tantos, a nuestro hombre lo haya sorprendido la revolución
cubana con las imágenes legendarias de los barbudos entrando
en una Habana en delirio. Y ahí tendremos que la idolatría
por Castro o por el Che Guevara en él no será efímera sino
perenne. Tal idolatría, que a unos cuantos muchachos de su
generación los pudo llevar al monte y a la muerte, se volverá
en nuestro perfecto idiota un tanto discreta cuando no sea ya
un militante de izquierda radical sino el diputado, senador,
ex ministro o dirigente de un partido importante de su país.
Pese a ello, no dejará de batir la cola alegremente, como un
perrito a la vista de un hueso, si encuentra delante suyo,
con ocasión de una visita a Cuba, la mano y la presencia
barbuda, exuberante y monumental del líder máximo. Y desde
luego, idiota perfecto al fin y al cabo, encontrará a los
peores desastres provocados por Castro una explicación
plausible. Si hay hambre en la isla, será por culpa del cruel
bloqueo norteamericano; si hay exiliados, es porque son
gusanos incapaces de entender un proceso revolucionario; si
hay prostitutas, no es por la penuria que vive la isla, sino
por el libre derecho que ahora tienen las cubanas de disponer
de su cuerpo como a bien tengan. El idiota, bien es sabido,
llega a extremos sublimes de interpretación de los hechos,
con tal de no perder el bagaje ideológico que lo acompaña
desde su juventud. No tiene otra muda de ropa.
Como nuestro perfecto idiota tampoco tiene un pelo de
apóstol, su militancia en los grupúsculos de izquierda no
sobrevivirá a sus tiempos de estudiante. Al salir de la
universidad e iniciar su carrera política, buscará el amparo
confortable de un partido con alguna tradición y opciones de
poder, transformando sus veleidades marxistas en una
honorable relación con la Internacional Socialista o, si es
de estirpe conservadora, con la llamada doctrina social de la
Iglesia. Será, para decirlo en sus propios términos, un
hombre con conciencia social. La palabra social, por cierto,
le fascina. Hablará de política, cambio, plataforma,
corriente, reivindicación o impulso social, convencido de que
esta palabra santifica todo lo que hace.
Del sarampión ideológico de su juventud le quedarán algunas
cosas muy firmes: ciertas impugnaciones y críticas al
imperialismo, la plutocracia, las multinacionales, el Fondo
Monetario y otros pulpos (pues también del marxismo militante
le quedan varias metáforas zoológicas). La burguesía
probablemente dejará de ser llamada por él burguesía, para
ser designada como oligarquía o identificada con «los ricos»
o con el rótulo evangélico de «los poderosos» o «favorecidos
por la fortuna». Y, obviamente, serán suyas todas las
interpretaciones tercermundistas. Si hay guerrilla en su
país, ésta será llamada comprensivamente «la insurgencia
armada» y pedirá con ella diálogos patrióticos aunque mate,