El Perfecto Idiota Boliviano 3

Naturalmente nuestro hombre no está solo. En su partido (de alto contenido social), en el congreso y en el gobierno, lo acompañan o disputan con él cuotas de poder otros políticos del mismo corte y con una trayectoria parecida a la suya. Y ya que ellos también se acercan a la administración pública como abejas a un plato de miel, poniendo allí sus fichas políticas, muy pronto las entidades oficiales empezarán a padecer de obesidad burocrática, de ineficiencia y laberíntica «tramitología». Dentro de las empresas públicas surgirán voraces burocracias sindicales.

Nuestro perfecto idiota, que nunca deja de cazar votos, suele adular a estos sindicalistas concediéndoles cuanto piden a través de ruinosas convenciones colectivas. Es otra expresión de su conciencia social. Finalmente aquélla no es plata suya, sino plata del Estado, y la plata del Estado es de todos; es decir, de nadie, o mejor dicho de los políticos de turno.

Con esta clase de manejos, no es de extrañar que las empresas públicas se vuelvan deficitarias y que para pagar sus costosos gastos de funcionamiento se haga necesario aumentar tarifas e impuestos. Es la factura que el idiota hace pagar por sus desvelos sociales. El incremento del gasto público, propio de su Estado benefactor, acarrea confrecuencia un severo déficit fiscal. Y si a algún desventurado se le ocurre pedir que se liquide un monopolio tan costoso y se privatice la empresa de energía eléctrica, los teléfonos, los puertos o los fondos de pensiones, nuestro amigo reaccionará como picado por un alacrán.

Será un aliado de la burocracia sindical para denunciar semejante propuesta como una vía hacia el capitalismo salvaje, una maniobra de los neoliberales para desconocer la noble función social del servicio público. De esta manera tomará el partido de un sindicato contra la inmensa, silenciosa y desamparada mayoría de los usuarios.

En apoyo de nuestro político y de sus posiciones estatistas, vendrán otros perfectos idiotas a darle una mano: economistas, catedráticos, columnistas de izquierda, sociólogos, antropólogos, artistas de vanguardia y todos los miembros del variado abanico de grupúsculos de izquierda: marxistas, trostkistas, senderistas, maoístas que han pasado su vida embadurnando paredes con letreros o preparando la lucha armada. Todos se movilizan en favor de los monopolios públicos. Al final de cuentas, el manejo de eso es lo que se disputan los políticos.

La batalla por lo alto la dan los economistas de esta vasta franja donde la bobería ideológica es reina. Este personaje puede ser un hombre de cuarenta y tantos años, catedrático en alguna universidad, autor de algunos ensayos de teoría política o económica, tal vez con barbas y lentes, tal vez aficionado a morder una pipa y con teorías inspiradas en Keynes y otros mentores de la social democracia, y en el padre Marx siempre presente en alguna parte de su saber y de su corazón.

El economista hablará de pronto de estructuralismo, término que dejará seguramente perplejo a nuestro amigo, el político populista, hasta cuando comprenda que el economista de las barbas propone poner a funcionar sin reatos la maquinita de emitir billetes para reactivar la demanda y financiar la inversión social.

Será el feliz encuentro de dos perfectos idiotas. En mejor lenguaje, el economista impugnará las recomendaciones del Fondo Monetario presentándolas como una nueva forma repudiable de neocolonialismo y sus críticas más feroces serán reservadas para los llamados neoliberales.  Dirá, para júbilo del populista, que el mercado inevitablemente desarrolla iniquidades, que corresponde al Estado corregir los desequilibrios en la distribución del ingreso y que la apertura económica sólo sirve para incrementar ciega y vertiginosamente las importaciones, dejando en abierta desventaja a las industrias manufactureras locales o provocando su ruina con la inevitable secuela del desempleo y el incremento de los problemas sociales.

Claro, ya lo decía yo, diría el político populista, sumamente impresionado por el viso de erudición que da a sus tesis el economista y por los libros bien documentados, publicados por algún fondo editorial universitario, que le envía. Hojeándolos, encontrará cifras, indicativos, citas memorables para demostrar que el mercado no puede anular el papel justiciero del Estado.

Tiene razón Alan García —leerá allí — cuando dice que «las leyes de la gravedad no implican que el hombre renuncie a volar». (Y naturalmente los dos perfectos idiotas, unidos en su admiración común ante tan brillante metáfora, olvidarán decirnos cuál fue el resultado concreto obtenido, durante su catastrófico gobierno, por el señor García con tales elucubraciones).

A los cincuenta años, después de haber sido senador y tal vez ministro, nuestro perfecto idiota empezará a pensar en sus opciones como candidato presidencial. El economista podría ser un magnífico ministro de Hacienda suyo. Tiene a su lado, además, nobles constitucionalistas de su mismo signo, profesores, tratadistas ilustres, perfectamente convencidos de que para resolver los problemas del país (inseguridad, pobreza, caos administrativo, violencia o narcotráfico), lo que se necesita es una profunda reforma constitucional. O una nueva Constitución que consagre al fin nuevos y nobles derechos: el derecho a la vida, a la educación gratuita yobligatoria, a la vivienda digna, al trabajo bien remunerado, a la lactancia, a la intimidad, a la inocencia, a la vejez tranquila, a la dicha eterna. Cuatrocientos o quinientos artículos con un nuevo ordenamiento jurídico y territorial, y el país quedará como nuevo. Nuestro perfecto idiota es también un soñador.

Ciertamente no es un hombre de grandes disciplinas intelectuales, aunque en sus discursos haga frecuentes citas de Neruda, Vallejo o Rubén Darío y use palabras como telúrico, simbiosis, sinergia, programático, paradigma y coyuntural. Sin embargo, donde mejor resonancia encuentra para sus ideas es en el mundo cultural de la izquierda, compuesto por catedráticos, indigenistas, folkloristas, sociólogos, artistas de vanguardia, autores de piezas y canciones de protesta y películas con mensaje. Con todos ellos se entiende muy bien.

Comparte sus concepciones. ¿Cómo no podría estar de acuerdo con los ensayistas y catedráticos que exaltan los llamados valores autóctonos o telúricos de la cultura nacional y las manifestaciones populares del arte, por oposición a los importadores o cultivadores de un arte foráneo y decadente?

Nuestro perfecto idiota considera con todos ellos que deben rescatarse las raíces indígenas de Latinoamérica siguiendo los pasos de un Evo Morales o de un Haya de la Torre, cuyos libros cita. Apoya a quienes denuncian el neocolonialismo cultural y le anteponen creaciones de real contenido social {esta palabra es siempre una cobija mágica) o introducen en el arte pictórico formas y reminiscencias del arte precolombino.

Probablemente nuestro idiota, congresista al fin, ha propuesto (y a veces impuesto) a través de alguna ley, decreto o resolución, la obligación de alternar la música foránea (para él decadente, Beatles incluidos) con la música criolla. De esta manera, habrá enloquecido o habrá estado a punto de enloquecer a sus desventurados compatriotas con cataratas de joropos, bambucos, marineras, huaynos, rancheras o cuecas.

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